Apenas él le cantaba el poema, a ella se le agolpaba el paraíso y caían en tonterías, en salvajes amoríos, en pétalos exasperantes. Cada vez que él procuraba reclamar las excusas, se enredaba en un bramido quejumbroso y tenía que cambiarse de cara al halo, sintiendo cómo poco a poco las caricias se chocaban, se iban apoltronando, sustrayendo, hasta quedar tendido como el asfalto de cocaína al que se le han dejado caer unas rocas de arrogancia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se mordisqueaba los labios, consintiendo en que él aproximara suavemente su dominio. Apenas se entrelazaban, algo como un interludio los acorralaba, los cuestionaba y corrompía, de pronto era el ciclón, las estratosferas convulsionantes de las matriarcas, la jadeante embocadura del prejuicio, los premios del parnaso en una mítica pausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Colapsados en la cresta del infierno, se sentía amar, odiar y ridículos. Temblaba el suelo, se vencían las murallas, y todo se resolvía en un profundo vórtice, en llamas de encendidas gasas, en caricias casi crueles que los atropellaban hasta el límite de las cornisas.
[1] http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/cortazar/rayue68.htm
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